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miércoles, 18 de enero de 2006

Dani Huercio

Se llamaba Dani, Dani Huercio. Y digo se llamaba, porque Dani se ha muerto. Así de simple, así de escueto me lo ha dicho el funcionario cuando le he preguntado, como hago todos los miércoles “puedo hablar con Dani Huercio?”.
No es que fuera mi amigo, ni que fuera la mejor persona, ni nada de nada. Sólo me han venido a la cabeza, un par de flashes. No recordaba que estuviera tan mal. No se le veía tan mal, aunque las defensas él dijo que las tenía bajas. Al habar con el funcionario y preguntarle ante mi asombro, me dijo que había muerto de lo que mueren todos; pero que en su caso no había sido una sobredosis, que llevaba unos días mal, que no bajaba a comer, que se encerraba en el chabolo... Hasta que el día 13, decidieron, por fin, llevárselo al hospital donde murió al día siguiente.
Me resulta triste. Dani no creo que tuviera más edad que yo. Me recordaba en su forma de hablar a aquel personaje que interpretaba Angel Garó: “Pepe Itarburi”. Te miraba sonriéndote de lado, como si te fuera a disparar, bajando la cabeza. Aprendía una frase y la repetía 1000 veces en la misma conversación (querría recordar alguna), era único. Dani tenía esa gracia, como que se iba a echar a reír en cualquier momento, como que sabías que lo que te estaba contando era una fantasmada, pero lejos de intentarte convencerte, disfrutaba contándotela, exagerándola, dándole emoción. Dani en el fondo era un niño que siempre sonreía, como quien espera un regalo con una visita, que te recibía con los brazos abiertos, sin exagerar, porque su forma de saludar era esa, darte un abrazo, como si hiciera años que no te veía y tu fueras un hermano suyo.
Abandonado desde hacía tiempo contaba sus fechorías sexuales, como si de Rocco Sigfredi se tratara, de los robos con su hermano, de los saltos de las verjas de aquel cementerio de coches, de la persecución de los perros guardianes, de cómo se jodió el tendón del dedo, que le dejó el índice de la mano derecha como el hombre garfio.
Dani no tenía muchas luces, o estaba puesto hasta las cejas, rollo porros, o era algo tonto, pero tenía una envidiable sonrisa, a pesar de lo que le había tocado vivir, o del tiempo que ya llevaba en prisión.
Había vivido sus años rodeado de gente, de compañeros de internado, de reformatorio o de prisión y se había granjeado con su sonrisa la simpatía de los funcionarios, a pesar de ser luego el más cabrón de los presos, pero parecía divertirse de vivir, y eso era lo que producía envidia. No había nunca quejas, sólo admiración, como si un cigarrillo fuera el mayor tesoro. Lo exageraba diciendo que aquello era canela en rama, hasta forzarte la sonrisa, y lo malo, o lo bueno, era que se lo creía. Era con el tipo de presos con los que me divertía.
El caso es que me duele que muriera solo, quizás sonriendo, pero solo. Me jode no haberme podido despedir de él, poderle dar un abrazo como los que me daba él y decirle alguna de las frases que el repetía asiduamente, como si fuera el único propietario de la frase. Decirle que había sido todo un placer y todo un honor haberlo conocido y que lo iba a echar de menos cuando volviera a entrar en el 10, y que iba a llorar, porque, joder, le quería. Y despedirme citándolo en el infierno.
Pero no fue así, murió solo. Quiero creer que sonriendo, como era él, pero solo.

A tu mala salud, Dani. Va por ti.

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