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jueves, 15 de octubre de 2009

Olor a pipa

Inusualmente ella olía a pipa.
Algo paradógico,
puesto que a una chica de su edad y de su aspecto
lo último que le pegaría sería eso, tanto como ser monja.
Sus ojos esmeraldas se clavaban en los míos bajo un halo de miedo,
que me hizo creer que venía,
a pesar de su aspecto,
de los suburbios de cualquier hogar
El timbre de su voz disimulaba cualquier dolor.
Su presencia adoptada a un alto precio
parecía creada para complacer a una élite
capaz de deshacerse en halagos y regalos por ella
hasta hacerle creer que era una señorita.
Ella limpiaba y extraía lo peor de él, de lo más hondo
lo más sucio, lo más intimo, lo más avergonzante.
El sabía que si no lo hacía ella no lo haría nadie
y se confundía entre el agradecimiento y el deber.
Entre tratarla como una diosa o como una esclava,
aunque no era ni una ni otra cosa.
Ella se sentía atraída por lo despreciable,
por la miseria que él representaba.
Nadie la había llamado, y sin embargo estaba allí
dispuesta a limpiarle los pies con sus cabellos
y a dar otro olor y sabor a su vida,
el de la estabilidad, el del bienestar,
el que inusualmente da un olor a pipa

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